Los gritos del vecino de enfrente interrumpieron mi sueño. A través de la ventana lo alcancé a ver, sujetaba lo que parecía ser un palo de escoba. Furibundo, nos exhortaba escandalosamente a que saliéramos a su auxilio y golpear al ladrón que había intentado robarle las llaves de su auto.
Alrededor de 10 vecinos acudieron al llamado, portando armas improvisadas: cuchillos, piedras, y hasta botellas; objetos que hallaron en sus casas y que consideraron adecuados para la propinación de golpes. El ladrón, aterrado, recibía pedradas, sartenazos, y ráfagas de gas pimienta. Sólo cesaron los golpes cuando ya estaba moribundo.
Esa fue la primera vez que linchamos a alguien en Ecatepec, Estado de México.
Desde el 2011 la inseguridad y los índices delictivos incrementaron: nos atrancaban en callejones o huían a bordo de motocicletas con nuestras pertenencias. Al no obtener respuesta del gobierno ni de autoridad alguna, empezamos a tomar medidas, a tomar justicia por nuestra propia mano.
Más que una decisión premeditada fue una necesidad, obligados a responder con violencia frente a la delincuencia y la escasez de seguridad. Colgamos mantas que hasta la fecha sentencian: “Si te atrapamos robando serás linchado”.
De acuerdo al Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), tan sólo durante los primeros meses del 2016 se registraron alrededor de 400 asesinatos en el Estado de México y el año pasado sumaron 2 mil 105 homicidios.
Bajo este nuevo principio de tomar las armas, el aumento de la delincuencia se reflejó en más linchamientos: para finales de 2015 se reportaron casi 70 linchamientos en todo el país y la mayoría se repartieron en el Estado de México, Puebla y la CDMX.
Este fenómeno social no es reciente, muchos lo han investigado: el estudio “Linchamientos en México: recuento de un periodo largo (1988-2014)” de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) reveló que en los últimos 26 años se llevaron a cabo alrededor de 366 casos relacionados con el linchamiento.
Para “Sin Embargo” el autor del estudio, el profesor Raúl Rodríguez Guillén del Departamento de Sociología de la UAM Azcapotzalco, explica que durante los últimos 30 años México ha vivido un proceso de desgaste institucional que se refleja directamente en violencia social.
“Los linchamientos tienen una raíz común: la inseguridad y la ausencia de la autoridad. La imagen negativa que se tiene desde la sociedad de los integrantes de las fuerzas policíacas y militares, así como de las autoridades políticas, de los jueces y ministerios públicos, lo que propicia que las personas tomen justicia por su propia mano”.
El país pasó de registrar entre uno y nueve casos anuales de linchamiento a un mínimo de 20 casos y un máximo de 47 por año: en el 2015 hubo 62.
Las siguientes veces fueron mucho más fáciles: ya no teníamos miedo de los delincuentes y capturarlos se había convertido en una tarea sencilla. Los vecinos que no salían con frecuencia se dedicaron a plantarse frente a sus ventanas, al asecho.
Por la noche, empezamos a tomar turnos para vigilar durante una o dos horas. Yo tenía miedo de que todo se nos saliera de control, nuestros mecanismos se volvían cada vez más belicosos.
De acuerdo a un reportaje de “Vice”, el municipio del Estado de México que ha presentado más linchamientos es Ecatepec. En general en todo el estado, entre el 2014 y el 2015 se registraron 12 casos de conglomeraciones sociales que pretendían castigar la delincuencia.
A decir de la Comisión Estatal de Seguridad Ciudadana, tres de ellos corresponden a Ecatepec, diez a lesiones físicas y dos a impacto de bala. También aparecen en la lista negra Naucalpan, Tlalnepantla, Temascaltepec, Chiconcuac, Temoaya, Tezoyuca y Ocoyoacac.
Nosotros lo hemos mantenido bajo control, pero en Puebla, por citar un ejemplo, algunos casos ya han generado indignación nacional.
El pasado 19 de octubre, dos encuestadores fueron linchados en el municipio de Ajalpan, quienes no contaban con ningún tipo de prestaciones por su calidad de freelancers.
Presuntamente habían intentado secuestrar a una menor, por lo que las autoridades los retuvieron a manera de protección. Entonces, los pobladores tocaron las campanas de la iglesia reuniendo a más de mil personas para atacar las instalaciones del Palacio Municipal y vehículos oficiales.
La ineficacia del Estado para garantizar la seguridad se ha traducido directamente en esto que nosotros llamamos “ojo por ojo”. Y aunque lo intentamos evitar, hay veces que la frecuencia de los actos delictivos es tal que el hartazgo puede más. Nosotros somos ahora nuestra propia autoridad.
*Fuente: Sin Embargo, Vice, El Siglo de Torreón.