Bruce Beach construyó un refugio nuclear de 3 kilómetros al norte de Toronto. Durante 50 años se ha preparado para escuchar las sirenas en el aire que le indiquen que tiene que correr a esconderse, porque la sobrevivencia es lo único que le importa de verdad, tal y como les dijo a los tres reporteros del National Post, a quienes dejó acceder al búnker después de pedirles que cortaran y apilaran leña para su casa.
Para construir el búnker nuclear, Beach enterró 42 autobuses que en 1980 le costaron 300 dólares cada uno, luego los reforzó con techos de acero amoldados especialmente para hacer refugios antibombas y los cubrió con tierra y mucho concreto.
Inicio del búnker, 1980 *Foto: YouTube
Le llevó dos años tener todo listo: una silla de dentista, una funeraria, una sala de «descontaminación», una caja con trajes de radiación y un cuarto planeado para enseñar a los niños a jugar ajedrez.
«Aquí hay todas las comodidades del hogar», le dijo Beach al reportero Joe O’Connor. «Aunque tenemos que arreglar cosas», remató ante la habitación tecnológica que alberga tres monitores de seguridad Commodore 64 de ocho bits que datan de 1982, un teléfono fijo de disco que sí funciona y un frasco con pepinillos de 1987. Y ese es otro problema: la comida que caduca. «No sé cuántas toneladas de alimentos hemos tenido que tirar a lo largo de los años».
*Foto: National Post
No ha faltado quien piense igual que Beach y asegure que la guerra nuclear vendrá eventualmente, por eso Beach organizó fines de semana de voluntariado en el búnker, lo que le ha permitido reducir de 350 a 50 los lugares asegurados para sobrevivir.
Las razones por las que Beach considera que su tarea es importante, viene de la infancia. Nació en Kansas y creció como hijo único junto a su padre y su madre, dueño de una tienda de comestibles y empleada en la corte, respectivamente. Cuando creció trabajó como contratista general e ingeniero eléctrico en Chicago.
*Foto: National Post
Le tocó vivir una juventud plagada de mensajes presidenciales que sugerían a la población abastecerse con enlatados y construir refugios. Pasó por el auge mediático de John F. Kennedy y quiso abandonar Estados Unidos cuando imaginó que su búnker sería útil sólo si estaba fuera de la ciudad.
Se mudó a Canadá, a Horning’s Mills, a dos horas al noroeste de Toronto, de donde es su amada esposa de 90 años, Jean, con la que fue fácil continuar el plan, pues a ella al principio también la convencía la idea de sobrevivir a la peor tragedia. Ahora sólo lidia con su sordera y cuida de su marido haciéndole sándwiches de crema de maní y dándole Dr. Pepper.
*Foto: National Post
*Foto: National Post
Por su parte, Bruce sabe que lo llaman loco y no le importa, «entiendo que el mundo me ve de esa manera», dice. Sigue pensando en su hipotético encierro y afirma que la gente debe pensar más en sus opciones en caso de guerra en lugar de perder el tiempo en sus celulares.
Hasta hoy, las sirenas no han sonado ni las radios se han vuelto locas anunciando un ataque aéreo, así que su única preocupación es arreglar la catástrofe que le dejó el robo de dos motosierras, las ratas gordas en sus bolsas de trigo, un pequeño incendio y una inundación en la parte trasera de la casa. Digamos que los apocalipsis tienen muchas maneras de manifestarse.
*Foto: National Post
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